2 Corintios 4:16–18
“Por tanto, no desfallecemos; antes bien, aunque nuestro hombre exterior va decayendo, nuestro hombre interior se renueva de día en día. Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un eterno peso de gloria que sobrepasa toda comparación, al no poner nuestra vista en las cosas que se ven, sino en las que no se ven; porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas.”
¿Por qué sufrimos?
Esa es una pregunta que todos, en algún momento, nos hemos hecho. A lo largo de la historia, muchos la han considerado el mayor obstáculo para creer en Dios. ¿Cómo puede un Dios bueno y amoroso permitir tanto dolor? El sufrimiento es un misterio profundo que deja perplejos a creyentes e incrédulos por igual.
Si esperas que te dé una respuesta definitiva, debo confesar: no la tengo. La Biblia no nos explica por qué Dios permite el sufrimiento, pero sí nos revela para qué lo permite. Nos muestra su propósito, su sentido y, sobre todo, la esperanza que hay en medio del dolor.
La Escritura no evita el tema del sufrimiento. Desde Génesis hasta Apocalipsis, está presente en casi cada historia. En una de sus cartas más personales, el apóstol Pablo aborda directamente esta realidad. Algunos “superapóstoles” acusaban a Pablo de no ser un verdadero siervo de Cristo precisamente porque sufría tanto. Decían que el sufrimiento era una señal de debilidad espiritual. Pero Pablo responde con una verdad gloriosa: el sufrimiento es parte esencial de la vida cristiana, porque fue parte de la vida de Cristo.
Jesús mismo dijo:
“En verdad les digo, que un siervo no es mayor que su señor.” (Juan 13:16)
Si nuestro Señor sufrió, ¿cómo no habríamos de sufrir nosotros también?
1. No desfallecemos (v.1 y 16)
Pablo repite esta frase dos veces: “No desfallecemos.”
A pesar de todos sus padecimientos —azotes, naufragios, prisiones, rechazos— Pablo no perdió la esperanza. Su ánimo provenía de saber quién era y a qué había sido llamado. Entendía que su sufrimiento no era un accidente, sino parte del ministerio al que Cristo lo había encomendado.
Hechos 14:22 lo resume así:
“Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios.”
Pablo no veía su sufrimiento como un castigo, sino como una oportunidad para conocer más profundamente a Cristo. En Filipenses 3:10 dice:
“Quiero conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos.”
Sufrir con Cristo es parte de conocer a Cristo.
Y ese conocimiento da sentido al dolor.
Pedro también enseña esto cuando dice que no debemos sorprendernos por las pruebas, “como si alguna cosa extraña nos aconteciera” (1 Pedro 4:12).
El sufrimiento no es extraño para el cristiano. Es el camino que Dios usa para hacernos semejantes a su Hijo.
2. El propósito del sufrimiento
Pablo sabía que el sufrimiento tenía un propósito: formarlo a la imagen de Cristo.
Hebreos 5:8 dice que Cristo “aprendió la obediencia por lo que padeció.”
Si Cristo, siendo perfecto, aprendió obediencia por medio del sufrimiento, ¿cuánto más nosotros?
Debido al pecado, la imagen de Dios en nosotros quedó distorsionada. Pero por medio del sufrimiento, Dios está restaurando esa imagen, santificándonos, haciéndonos más semejantes a su Hijo.
Y no estamos solos en ese proceso.
El Espíritu Santo es quien nos consuela y fortalece. Pablo lo dice al inicio de la carta:
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que también nosotros podamos consolar a los que están en cualquier aflicción.” (2 Corintios 1:3–4)
En Cristo, el sufrimiento nunca es inútil.
Dios lo utiliza para moldearnos, para enseñarnos a depender de Él y para capacitarnos a consolar a otros.
3. El hombre exterior y el hombre interior
Cuando Pablo habla del “hombre exterior” y del “hombre interior”, no está simplemente distinguiendo entre cuerpo y alma. Está hablando de dos naturalezas: el hombre viejo, en Adán, y el hombre nuevo, en Cristo.
El hombre exterior representa nuestra vieja naturaleza, corrupta por el pecado. Esa parte de nosotros que experimenta la decadencia, el envejecimiento, la tentación y la lucha interna.
El hombre interior, en cambio, representa la nueva vida que el Espíritu Santo está renovando cada día.
Romanos 6:6 explica:
“Nuestro viejo hombre fue crucificado con Cristo, para que el cuerpo del pecado fuera destruido.”
Por eso Pablo dice que el hombre exterior “va decayendo”, pero el interior “se renueva de día en día”. Cada prueba, cada lágrima, cada batalla espiritual, sirve para fortalecer esa vida interior que Cristo ha resucitado en nosotros.
El sufrimiento, entonces, no solo prueba nuestra fe, sino que la purifica.
Romanos 5:3–4 lo dice así:
“Nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, carácter probado; y el carácter probado, esperanza.”
4. La perspectiva eterna
Pablo cambia nuestra mirada: del presente al futuro, de lo visible a lo invisible.
Nos recuerda que todo lo que vemos —la enfermedad, la pérdida, el dolor— es temporal. Pero lo que no vemos —la gloria venidera, la comunión eterna con Cristo— es para siempre.
Pablo llama a nuestras aflicciones “leves y momentáneas”.
No porque sean fáciles, sino porque las está comparando con la eternidad. Si vivimos 70 u 80 años de sufrimiento, ¿qué es eso frente a una eternidad de gozo?
Piensa en una madre que sufre durante el parto. En ese momento, el dolor parece insoportable, pero en cuanto ve a su hijo, ese dolor se transforma en alegría. Así también el sufrimiento presente será olvidado ante la gloria futura.
5. Mirar las cosas que no se ven (v.18)
Pablo concluye exhortándonos:
“No ponemos la vista en las cosas que se ven, sino en las que no se ven.”
Esto significa orientar nuestro amor, deseo y esperanza hacia Dios.
Como dice Colosenses 3:2:
“Pongan la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra.”
Y Jesús mismo enseñó:
“Busquen primero el reino de Dios y su justicia.” (Mateo 6:33)
Las cosas visibles —éxito, placer, riqueza— son pasajeras.
Pero las cosas invisibles —la gracia, la fe, la gloria eterna— son eternas.
El apóstol Juan también nos recuerda:
“El mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.” (1 Juan 2:17)
Por eso Pablo nos invita a vivir con una visión celestial, con la mirada fija en Cristo.
Los teólogos lo llaman “el ya y el todavía no”: ya tenemos vida eterna en Cristo, pero aún no hemos experimentado su plenitud. Nuestro hombre interior vive en esa tensión, renovándose cada día por medio de la fe.
Cuando mires tu sufrimiento, no pienses que Dios te ha abandonado.
Piensa en la cruz.
Cristo fue rechazado, herido y crucificado por amor a ti.
Si Dios no escatimó a su propio Hijo, ¿cómo no te dará también todo lo que necesitas?
Romanos 8:32 lo dice con poder:
“El que no negó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con Él todas las cosas?”
Dios es tu Padre.
Él te ama, te sostiene y te está preparando para un “peso eterno de gloria” que sobrepasa toda comparación.Así que, no desfallezcas.
Tu sufrimiento tiene un propósito.
Tu dolor tiene un fin.
Y tu fe tiene una recompensa eterna.

